De puerto a puerto el cielo se había mostrado nublado sobre su recorrido. Los pocos destellos que tocaron el barco habían sido fragmentos de sol atrapados en la atmósfera, capturados por las nubes, encerrados para desfallecer de tanto brillar.
Bajó del barco junto a los demás marineros con la piel cansada y curtida, con un caminar propio de toda larga travesía, cadencia, cargando sobre los hombros su maleta, esbelta. No traía consigo más de lo que con él subió al partir, ropa y enseres personales, ni una carta o un recuerdo de otro puerto. Talvez solo el viento atrapado entre sus cabellos negros y desordenados sea lo traído de lejos, lo único. Olió el aire salado del puerto y de súbito lo cubrió la sombra del miedo, un escalofrío de alivio, la mano de un dolor que lo esperaba en tierra firme, aquello oculto que lo mantenía lejos, en alta mar, aquello que como novia espera ver descender del barco a su prometido.
Más benévolo que en días pasados, el cielo mostró su mejor lado, apartando las nubes, dejando el espacio para que el sol brillara con toda su intensidad.