viernes, 20 de enero de 2006

Les demoiselles d’Avignon

Después de algunos momentos de escogencia, una mañana de búsqueda a la Biblioteca Central Universitaria, me detuve en un libro que exhibía la obra de teatro más importante de inicios del siglo XX.
Comenzaba en una casa sobria en decoración, sin más escenario que un diván y telas celestes esparcidas por la tabla y las paredes, las luces se encendieron desde el fondo incendiando completo el salón.
Brotaba a través de una persiana oculta por una tela, la única abierta por olvido o descuido, la límpida luz de las nueve de la mañana que transparenta los cuerpos. La sala había sido aseada y arreglada desde la noche anterior, cuando la clientela se retiró. Frutas frescas coronaban una mesita al centro de la estancia. El olor a invierno, si de alguna manera puede llamarse a la época más templada de esa comarca en la que se mezclan los vientos cálidos del mar del sur con la lejanía de la tierra, con el sol decembrino, así se llamará. Se saboreará en las uvas, manzanas y peras acusadas de innecesarias por la sandía partida hacía unos minutos y que suda zumos refrescantes.
La mala música insinuaba una lejana primavera que Vivaldi nunca habría gustado oír saliendo de un burlesque.
Asoma por la derecha una joven que canta y descansa su cuerpo en el diván junto a la mesita. Despreocupada de los quehaceres, se acicalaba la larga cabellera cuando entró desde la parte de atrás la madame G., insinuando su cuerpo medio desnudo con una toalla enrollada a la altura de la cadera. A paso tropezado, es seguida de cerca por una de las jóvenes a su servicio, la más baja de estatura, la menos deseada por la clientela por falta de atributos físicos, pero la más audaz para el amor. Va insinuándole algo en voz baja sin que madame G. le tome aparente importancia.
La primera joven era la más alta y delgada del lugar, de ojos celestes, brillantes, casi plateados con el brillo del sol, fina como una jirafa. Decide retirarse para dejar en confianza a las que entraban en escena. Antes de intentar moverse, la madame, haciéndole un gesto impositivo, le ordena que se quede en su lugar, demostrándole que lo que oirá, de lo que se enterará, tarde o temprano lo debe saber.
Se reúnen las dos en el centro y la dueña pide que comience con su confesión. Esta, sin hacerse esperar, empieza con señas y voz inconfundibles a darles los pormenores de una intriga fraguada hasta en sus detalles mínimos para dejar en mal a una de las servidoras. Casi imperceptible se hace la intromisión de otra mujer, más joven que las tres anteriores, que, oído atento y sorprendida, encuentra muy probable que sea ella la malhechora de cuanto se narra. Se mantiene al descubierto en el fondo del escenario con los brazos extendidos hacia las cortinas, dispuesta a cerrarlas en cualquier momento al ser descubierta su intrusión.
Un ruido se oye, hace callar a todas. Es el sirviente de pelo largo que con su mano izquierda levanta una de las rendijas superiores de la puerta para entrar. Enterado ya de lo sucedido, se detiene junto a la puerta confirmando la escena de la cual somos testigos con la primera que se perfila, mentón en mano, escuchando atónita.
Algo pasa. Alguien las ve y con esa mirada sus cuerpos desnudos se congelan, se dilatan al calor de la luces que mueren volviéndose amarillas, rojas, volviéndose negras. Fin de la obra sin un final.