viernes, 20 de enero de 2006

De como transplantar una flor del campo a la ciudad

-Llévame a tu ciudad- me suplicó una flor silvestre. Sus pétalos iluminaban el tronco de un viejo pino que se doblaba cansado hacia las aguas para beber con sus gruesas ramas.

Viajaba al sur. El cielo y el mar se habían vuelto uno, borrando el horizonte en un abrazo. Azul. Me sentía flotando en corceles de nube, navegando de noche de constelación en constelación. perdido en ese inmenso mar sin conocer alguna de sus estrellas estaba, sin un punto de referencia para guiarme. Solo habían dos soles, uno sobre mis sienes cocinando su reflejo a mis pies, el otro. Ambos me estrechaban con su luz. Siempre había más de dos del mismo ser, uno arriba en la mar, uno entre el cielo, uno en mis recuerdos, uno en mis ojos, uno en él, uno en alguien más, en algo...
Mi viaje había comenzado un día que salí a navegar y sin desearlo quedé dormido, a la deriva. Cuando desperté, estaba húmeda la barca, nubes que cubrían el cielo se dispersaban exánimes, símbolo de tormenta pasada, la que fue un sueño, la de mi almohada, de la noche anterior cuando cayeron las nubes como llanto de lloronas. Tenía perdida de vista la tierra. Decidí ir al sur guiado por la marcha del sol buscando tierra. A dos días de haberme entregado a la suerte en tan ilusa tarea divisé un punto lejano, borroso, que se agitaba suavemente. Sin cambiar de ruta, sin remos ni ancla, los ojos me ataron a aquella figura que me halaba hacia sí. Era una punta de roca, abrazada por las raíces de un pino robusto que quebraba el espejo acompañado por la flor que me llamaba.
Atorada en el nicho húmedo que estaba, alzar el vuelo con sus alas le era imposible, inútil el intentar alejarse con el aletear de sus pétalos.

-De tanto rodar por la tierra magra decidí anclarme bajo la costra entiesta del que ahora es un mohoso árbol. Me oculté del sol sin saber la amenaza de lluvia que venía.
“Al atardecer del segundo día, sin haber echado raíz, empezó la lluvia que nos alejó del suelo, cubriéndolo por cuarenta noches con sus días.
“He observado inacabable la orilla del mar. Las perlas que buscan donde crecer han hartado de mis hojas. Temo perderme por completo en sus fauces.- Lastimera, renegaba del lugar que había escogido para crecer.
“Cuéntame ¿Qué haces aquí?
-He perdido el rumbo, al verte decidí acercarme para preguntarte por los barcos que pasan seguros a un puerto llenos de marineros.
-Las estrellas fugaces son las únicas que atraviesan los cielos hacia el sur. Las demás cosas vagan de un lado a otro, perdiéndose, ocultándose.
-Deseo ir al sur, llegar a tierra sin saber que hay más allá de la orilla del mundo, he de llegar.
-Vas ha donde no voy, al frío de otras ciudades. Estoy sin solución....
-Si no puedes ir conmigo o moverte por ti misma, vuélvete semilla y pídele a un pez que te lleve en su vientre hasta tierra, al lugar que quieras. Podrás echar raíces y crecer junto al mar.
-Un pez solo querrá devorarme.
-El viento puede elevarte y dejarte en donde gustes.
-Y que me ultraje destruyéndome, secándome, ¡no!
-El sol se viste naranja, es tarde, me tengo que ir. El norte es mi destino desde ahora. Remaré con mis brazos hasta divisar las estrellas que hacen crecer las ciudades ¿No vienes conmigo entonces?
-Harás lo que las demás cosas. Prefiero quedar encallada.
-Bueno, adiós y cuídate de las perlas.
-Adiós, hombre. Comencé a bracear para avanzar. Dos horas tuvieron que pasar para recordar a la flor. Volteé sabiendo que no vendría conmigo, que la noche y las perlas llegarían con la marea y se la llevarían. Volteé la mirada. Había desaparecido. Ojalá la recoja uno de esos alegres hombres que viven en el mar y sí saben de brújulas y estrellas del norte y constelaciones y barcos para que la lleve a su ciudad.