viernes, 20 de enero de 2006

Jueves negro

Tibia era la mañana de otoño en la que, frío como el viento, cayó sobre sus sienes el filo de la muerte. Los síntomas llegaron al detener su carrera, temblando en tranquilidad quedó bajo el techo del estacionamiento, junto al jardín que albergaba una mariposa exhausta por la vida y talvez por parte de su rutina, la que debía cumplir como embajadora de la belleza que se filtra entre las atormentadas redes de calles que se bifurcan hacia las aceras y las puertas de monolíticas construcciones que se mueren entre las primeras cimas de nubes que atraviesan el cielo matutino.
Llevaba en su vientre seres repetidos de ella. Se apareó hacía mucho y ya comenzaban a dolerle con sus tamaños de monstruos hambrientos. Vio la seda mecida en el pasto sobre la cual una mosca pensaba habitar. La mariposa tomó mejor iniciativa, decidió pelear el puesto para su futuro. La mosca sin amedrentarse giró varias veces alrededor de su rival para demostrar su agilidad y velocidad. Se dejó vencer por el tamaño imponente del colorido ser que disputaba un lugar para sus crías.
Al asomarse al cuerpo vio el brillo de su aleteo en los ojos que se alejaban observándola. No podría decir si la mirada que le daba era de tristeza o algún desvío de felicidad que alegraba el alma de X. Se detuvo en la distancia sin cambiar el trayecto. Quedó absorto en la mariposa que se posaba sobre su frente, que probaba el sudor de su frente, que se deslizaba a su nariz, que la probaba como un néctar nunca antes apetecido. Un néctar nuevo y a su vez tan viejo como la vida misma. Recostó su cuerpo en el suelo con un último suspiro. La mariposa voló.

Ahora nace de nuevo, colado en el cuerpo de cientos de orugas que engullen sabrosamente su cuerpo y lo que alguna vez fueron sus pensamientos, llenándose de ellos.
Se dirigen al único lugar del cual llega aire para respirar. Se separan del grupo unas. Salen para revisar la luz del sol. Brilla como lo esperaban. Encuentran cuanto necesitaban, cuanto sabían que debía estar, hay en las paredes flores para su alimentos y para sus capullos, hay viento y silencio de fresco jardín. Ya han salido. Ahora, llenas de conocimiento, se envuelven lentamente. Duermen.
Sin dar por cierto que esos goterones eran producto de las velas y veladoras que los deudos y agradecidos habían encendido en honor del muerto, el jardinero tomó por igual el manojo sucio y seco, algo pestilente. Cafés y blancos colgaban de las marchitas flores, flores que se encargaron de mostrar el lugar de reposo de un cuerpo que se reinventaba a sí mismo, de una manera que no era igual de amplia que la anterior a la cual pertenecía, pero que se llevaba lo más importante consigo. Ahora el trabajo de revelar el contenido de la fosa sería de la lápida de mármol negro que cerraba la salida. Quemado en dorado el nombre de su ocupante para dejar libre al tiempo y a sus acompañantes y que marcaran el rastro de su paso callado encallado en ese ser. El trabajo del recuerdo sería de sus amados. El trabajo de los honores sería del tamaño de los días que su nombre lo repitieran y las veces que lo hicieran. El resto lo debe hacer la misma brisa que se cuela en su lecho final.

Revientan con el calor de sus cuerpos, transformándose en lo que fueron sin saber de ello, sin tener memoria, solo con la certeza de respirar. De hincharse con el calor que llega. Que emana dentro de sí. De las paredes mohosas y cansadas.
La oscuridad de la tumba se ilumina con reflejos amarillos, naranjas, blancos y negros de las alas que se inflan en un aleteo constante, que se dilatan sobre un cuerpo rígido cubriéndolo con su aroma de primavera. Cientos de ellas, como polvo del tiempo adelantado a un instante que se posaba llegando por una grieta. Todas quedaron tendidas como un manto de espera en el que el viento y la lluvia las arrase. Como el sonido del mar lima la costa con su quietud vuelta olas.
El sol quemaba entre sus brazos las crisálidas que escaparon por la grieta. Salieron de ellas formas repetidas de sus progenitores que eran tres.
Su aleteo llegó sin aviso y sigue su curso rescatándose a si mismo de la suerte que no le fue deparada porque en el fondo es su destino más grande que la muerte.